Vuelves a hallarte
bendecido por las aguas
envolventes y doradas
que colman de verdad
a quien las mira.
Cierras los párpados
y las oyes muy dentro,
cantando sin cesar
desde hace siglos,
escribiendo en tu poema
el gozo completo de existir.
Duele, duele ver la vida pasar, verla alejarse como un buque entre la niebla
Vuelves a hallarte
bendecido por las aguas
envolventes y doradas
que colman de verdad
a quien las mira.
Cierras los párpados
y las oyes muy dentro,
cantando sin cesar
desde hace siglos,
escribiendo en tu poema
el gozo completo de existir.
Cuando te
acercas
a su centro,
la presión
del silencio
te aprieta
con tanta
fuerza
la garganta
que te ves
impulsado
al grito.
Y allí, en el hueco impreciso de los
días,
aquietado al abrigo de esa tregua,
tú, ajeno a todo menos al agua, a la
brisa, al sol…,
conquistando esa forma de eternidad
que consiste en que, al bajar los
párpados,
habite, en esos ojos cerrados,
toda la memoria de la luz.
Estás en el mundo y no, y eso te gusta.
Estás en el corazón del aire,
más allá del naufragio del instante.
Un tipo de silencio, que no existe en
el tiempo,
habla de la felicidad encontrada.
Casi sin pensamiento, flotando
en la máxima potencia del vacío,
abrazas la quietud de estar contigo.
Como desde detrás de ti mismo,
te has visto contemplando el mar y el
cielo.
Qué pequeña la conciencia de tanta
infinitud inabarcable,
qué plenitud del paisaje inasible.
Más sereno, más insignificante que
nunca,
has perdido el pulso,
vaciándote de contenido.
Y, muriendo como el que se muere
dormido,
has olvidado haber vivido.
Qué extraño delirio
el de las agujas del reloj
cambiando su sentido:
ya nada puede parar la corriente
de los días que nos llevan
camino del revés hacia el principio;
más allá del olvido,
la memoria de la infancia
del mundo, donde el silencio
alienta el sueño submarino
de su primera palabra.
Qué sensación,
qué fluido placer
el de la lluvia
que mansamente cae
como gotas de luz
sobre tu rostro,
suavemente limpiándolo
de sucios pensamientos,
de oscuros presagios.