A veces, llevados de aquí para allá
por la rutina y su grisura,
les cuesta a nuestros ojos advertir la luz
que habita en cualquier parte, en cualquier detalle,
porque vive en nuestro ser.
Hace falta, en verdad, muy poco
para que nuestras manos alcancen el milagro.
De hecho, la alegría más fugaz
es eterna al entender que su fulgor
nos transforma por entero,
de tal manera que ya no somos aquél que éramos
antes de contemplarlo.
Libres, encadenados a una pequeña dicha,
la luz del corazón no se acaba, no conoce la muerte:
puede encenderse siempre y dondequiera que estemos,
convirtiendo el mundo en el oro más puro.
Sólo hay que saber mirar,
buscarla en nuestro interior con esperanza
y, mientras seamos, con nosotros vivirá.
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