William Blake fue capaz,
desplegando su ser hacia otro orden,
más allá de la razón,
a través de la luz mística de la
poesía,
de vislumbrar el mundo entero
en una flor. Y es que cualquier cosa
es sólo una cosa, pero también,
y sobre todo, mucho más,
un absoluto inmanente que concentra
lo uno y lo múltiple, el centro y las
periferias,
igual que los océanos son en realidad
un solo y universal océano,
conectado por sus corrientes marinas.
Hay una pasarela, un flujo
interminable,
un diálogo constante entre la
infinitud
y nuestro yo finito, entre nuestra
conciencia interior
y la conciencia de ese dios
indiscernible de la Naturaleza.
“Pasan vientos como pájaros,
pájaros igual que flores,
flores soles y lunas, lunas soles
como yo,
como almas, como cuerpos,
cuerpos como la muerte y la
resurrección;
como dioses”, escribe Juan Ramón
Jiménez.
Hay un milagro sucesivo, una
eternidad
siempre viva que hace habitar a cada
instante
en su cenit, convirtiendo el pasado
- aparentemente inmóvil -, y el
futuro
- aún inexistente -, en un luminoso
presente
inconcluso, como el poema que lo
escribe
y que, al hacerlo, no cesa de estar
todavía
y para siempre inacabado.
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