A veces, una verdad terrible
se oculta tras una verdad menor.
Y es que la vida está compuesta,
mayoritariamente,
por espacios de tiempo en que nada
sucede
y en que cualquier clase de miedo
no es más que un lejano temor.
Sobre ellos levantamos un baluarte de
rutinas
con el fin de defendernos del azar
hostil
y de sus sorpresas siniestras.
Nada más lejos de la realidad:
la aparente paz de los tiempos
vulgares
guarda, sin que lo percibamos, una
espoleta
que amenaza con dinamitarlo todo al
más mínimo descuido.
Confiados, precisamente, por la calma
falaz,
por la impostora tranquilidad,
dejamos un día,
sin darnos cuenta, la puerta abierta,
por la que se cuela la peor de las
desgracias
(la fatalidad no necesita más que una
rendija
para asomarse a nuestra vida).
De repente, sin poder explicarnos
cómo sucedió,
nos vemos contemplando, a nuestro
alrededor,
las ruinas de la muralla tras la que
nos escondíamos.
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